A finales de los '90, Japón miraba con vértigo la revolución digital. Las primeras conexiones rápidas, los ordenadores personales y el flujo constante de datos estaban empezando a desbordarlo todo. Había una palabra que aparecía en cada debate social: saturación. Y otra que muchos técnicos empezaban a pronunciar sin rodeos: depresión.
La industria sabía que el siglo XXI iba a traer un exceso de información para el que el cerebro humano no estaba preparado.
La era digital empezó a desbordarlo todo, y Japón buscó respuestas en las motos
En ese contexto, Arai, el famosísimo fabricante artesanal de cascos, publicó una serie de artículos que hoy suenan casi a advertencia anticipada. No hablaban de cascos, ni de materiales, ni de homologaciones. Hablaban de salud mental. De cómo una sociedad hiperconectada corría el riesgo de vivir con la mente siempre en modo ruido blanco. Y del papel inesperado que podía jugar algo tan terrenal como una motocicleta.
La tesis era clara: la moto no es solo un medio de transporte. Es un ejercicio donde la cabeza y el cuerpo vuelven a trabajar juntos. Ves, escuchas, sientes el viento, anticipas el movimiento y actúas antes de que llegue el peligro. No hay distracciones posibles: o estás ahí, o no estás. Ese tipo de conexión —decían— funciona como un contrapeso psicológico frente al exceso de estímulos que empezaba a dominar la vida moderna.
Vista desde hoy, aquella reflexión sigue teniendo sentido. La sobrecarga informativa ya no es una predicción: es el día a día. Alertas, pantallas, feeds interminables. Japón lo vio venir antes que nadie y buscó respuestas en cualquier sitio, incluso en los hábitos de ocio. Ahí es donde el motociclismo entraba como un espacio mental limpio, un lugar donde obligas al cerebro a enfocarse en lo inmediato y el cuerpo responde en consecuencia.
El texto también avisaba de un matiz importante: la moto no sirve para huir de los problemas, sino para afinar la mente. Igual que en artes marciales no blandes una espada cuando estás alterado, una moto te pide cierta calma antes de arrancar. Es una actividad que ordena, no que dispersa.
Tres décadas más tarde (ahora, vamos), la paradoja es evidente. Vivimos en la era más hiperconectada de la historia y, al mismo tiempo, hay quien encuentra en la moto el único rato del día donde todo se apaga. Sin notificaciones, sin ruido mental, sin algoritmos. Solo tú, la carretera y ese equilibrio extraño entre concentración y libertad que ningún otro vehículo da.
Los japoneses de los '90 estaban preocupados por lo que venía. Y quizá no estaban tan desencaminados. La revolución digital es parte de nuestra vida, pero su contrapeso (ese lugar donde la cabeza vuelve a su sitio) sigue oliendo a gasolina. Y a veces, sí: la solución era una moto.
Imágenes | Arai
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