Hace siete décadas, cuando Japón todavía era un país en reconstrucción y las carreteras eran poco más que cintas de polvo, nadie imaginaba que aquel archipiélago acabaría dominando el mundo del motor.
Mucho antes de que aparecieran las superbikes, mucho antes de que Honda, Yamaha, Suzuki y Kawasaki se convirtieran en sinónimos de ingeniería y competición, hubo cuatro máquinas pequeñas, ruidosas y, en algunos casos, casi improvisadas. Cuatro primeras veces que fueron el cimiento de todo lo que vino después.
Las primeras máquinas que pusieron a Japón en el mapa de las dos ruedas
Honda abrió el camino en 1949 con la Dream D-Type, una moto que ya entonces parecía venir de otro sitio. Hasta ese momento, Soichiro Honda había pasado la guerra fabricando motores auxiliares para bicicletas, pero aquella pequeña 98 cc de dos tiempos marcó un antes y un después: chasis estampado en acero, suspensión telescópica y un embrague semiautomático que anticipaba la filosofía práctica de la futura Super Cub.
No duró mucho en el mercado, pero dejó algo más importante que las cifras de ventas: dejó claro que Honda quería fabricar motocicletas de verdad. Y que sabía por dónde empezar.
Mientras tanto, Suzuki caminaba por otra senda. Su primera incursión en la moto no fue realmente una moto, sino la Power Free de 1952, una bicicleta con un motorcito de 36 cc, tan liviano como ingenioso. Tenía tres modos de uso: pedalear con ayuda, pedalear sin ella, o dejar que el motor cargase con todo. Un concepto simple que encajó en un país que buscaba movilidad barata y accesible.
La Power Free fue un éxito casi inmediato y le abrió a Suzuki un camino que ya no tendría retorno. Un año después llegó la Diamond Free, y con ella las primeras victorias deportivas. Del chasis de una bici al Monte Fuji en doce meses. Japón tenía prisa.
Yamaha apareció en escena pocos años después con algo totalmente distinto. Era 1955 y su primera moto, la YA-1, parecía más una declaración artística que un vehículo. Roja, estilizada, con acabados muy por encima de lo habitual y un motor de 123 cc que sonaba como si quisiera demostrar algo. La apodaron “libélula roja” y, aunque era cara, lo justificó desde el primer día.
Ganó en el Monte Fuji, arrasó en Asama y dejó claro que Yamaha no solo sabía construir instrumentos musicales: sabía interpretar la competición como nadie. Aquella moto selló el ADN deportivo de la marca para siempre.
Kawasaki llegó la última, en 1962. Llevaba décadas fabricando barcos, trenes y maquinaria pesada, pero nunca una motocicleta. Su primera criatura fue la B8 125, un modelo sencillo, robusto y más duro que refinado. Lo que sí tenía era carácter: once caballos a 8000 rpm y una fiabilidad que encantó a un país que todavía dependía de la moto para todo.
De la B8 nació la primera moto de motocross de Kawasaki, la B8M de depósito rojo. Otra señal de que las cuatro hermanas japonesas estaban destinadas a ocupar cada rincón del mundo del motor, desde la calle hasta los circuitos.
Vistas desde hoy, estas cuatro primeras motos parecen casi juguetes comparadas con las superbikes de 200 CV, con las tecnologías electrónicas y con la sofisticación que asociamos a Japón. Pero, sin ellas, nada de lo que vino después habría existido. Eran básicas, ruidosas y limitadas, sí. También eran necesarias. Porque cada una, a su manera, puso la primera piedra de un imperio industrial que terminaría cambiando la historia de las dos ruedas.
Al arrancar hoy una Fireblade, una Ninja, una GSX-R o cualquier Yamaha moderna, queda un hilo invisible que conecta ese sonido con aquellos primeros latidos de posguerra. Cuatro motos que nacieron para sobrevivir y acabaron construyendo una leyenda.
Imágenes | Honda, Suzuki, Yamaha, Kawasaki
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