Si hace unos días hablábamos del particular y meticuloso método de trabajo de Arai, hace unas horas me topé con la historia de cómo la marca japonesa empezó a hacer cascos. Y fue de pura casualidad, literalmente. Fue 'culpa' de los obreros, su primer objetivo.
En el Japón de los años '50 no existían cascos para motoristas. Ni fábricas, ni normas, ni siquiera la idea de que alguien necesitara uno. Hirotake Arai, hijo de un fabricante de sombreros de Tokio, se ganaba la vida produciendo cascos de obra para proteger a los trabajadores de la construcción. No había pensado en motos, ni en velocidad. Solo en evitar que alguien saliera herido de su turno. Y así es como acabó pasando a la historia.
De los cascos de obra a los circuitos del mundo: así empezó la historia de Arai
Hasta que un día decidió usar uno de esos cascos para moverse en moto. Lo hizo sin más, por pura lógica: era lo más parecido a una protección que tenía a mano. Pero tras una caída leve, se dio cuenta de algo. Aquel casco improvisado para los obreros le había salvado. No era perfecto, ni estaba diseñado para eso, pero había cumplido. Y ahí empezó todo.
Arai se propuso fabricar un casco de verdad, no por negocio, sino por necesidad. En un país donde nadie producía ese tipo de protección, se inventó sus propios estándares, sus pruebas, sus moldes. Y empezó a hacerlo como sabía: a mano. Martillo, resina, paciencia y una obsesión enfermiza por mejorar. Cada casco era distinto, porque cada cabeza lo era.
Lo curioso es que Arai nunca nació como marca comercial. Hirotake no soñaba con vender, sino con proteger. Pero el boca a boca hizo el resto. Otros motoristas quisieron uno igual. Y poco a poco, aquel taller que olía a fibra y barniz se convirtió en una referencia.
Décadas después, su hijo Michio tomó el relevo. Había estudiado en Estados Unidos y entendió rápido que, si Arai quería crecer, tenía que salir de Japón. Allí el mercado era pequeño y las motos seguían viéndose como un medio de transporte, no como una pasión. En cambio, en América, las competiciones movían masas.
Con una maleta llena de cascos, Michio empezó a recorrer talleres, concesionarios y paddocks. Su producto llamaba la atención, pero no tanto por la marca como por su método: no había dos cascos exactamente iguales. Cada uno mostraba pequeñas diferencias fruto del trabajo manual. En una época en la que casi todo se fabricaba en serie, aquello resultaba extraño.
El siguiente paso fue Europa. La marca se fue haciendo un hueco entre pilotos y equipos que buscaban algo diferente. No eran los más baratos ni los más llamativos, pero su reputación empezó a crecer gracias a la constancia y a los resultados en pista. Arai se ganó el respeto poco a poco, sin campañas ni grandes acuerdos comerciales.
Hoy, más de 70 años después, su proceso de fabricación sigue siendo casi el mismo. Los cascos se ensamblan a mano, pasan por varias fases de revisión y se fabrican en cantidades limitadas. No es romanticismo ni marketing: simplemente, la forma en la que siempre lo han hecho porque los japoneses son muy especiales para eso.
En el fondo, la historia de Arai no tiene que ver con la épica, sino con la insistencia. Un casco de obra, un golpe fortuito y la decisión de hacerlo mejor. De ahí viene todo lo demás.
Imágenes | Arai
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