Arai sigue haciendo sus cascos como hace casi un siglo: sin máquinas, a mano, a golpes y con un oído capaz de detectar cuando uno está roto

Podemos conocer desde España cómo Arai sigue fabricando sus cascos con métodos casi artesanales: sin robots y con pruebas que duelen de ver

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John Fernández

En el mundo de la moto hay curiosidades que muchas veces pasan desapercibidas. Por ejemplo, Arai sigue haciendo sus cascos como hace medio siglo. A mano. Con ruido de martillo, olor a resina caliente y el mismo respeto con el que otros rezan.

En su fábrica de Shinto, Japón, cada casco nace entre golpes, mediciones y silencio. Y gracias a Webike Japón, hoy podemos asomarnos desde España a ese proceso casi ritual que mantiene viva una forma de fabricar que el tiempo no ha conseguido borrar.

Así se fabrican los cascos Arai por dentro: golpes, resina y una obsesión japonesa

Allí no hay robots ni cadenas de montaje. Hay personas. Parece surrealista, pero en pleno 2025, la mayor marca de cascos del mundo lo sigue haciendo a mano.

Cada carcasa se forma colocando a mano capas de fibra y resina. Cuando endurece, se pesa en una báscula. Si el sonido al golpearla con los nudillos no convence, se descarta. Ese gesto se repite miles de veces al año y ningún sistema automatizado puede igualar la sensibilidad del oído humano.

Arai empezó a fabricar cascos en 1950, cuando en Japón ni siquiera existían normas de seguridad. Para comprobar la resistencia, colocaban un casco sobre una horma de madera y dejaban caer un peso desde cierta altura, midiendo la energía que llegaba al maniquí. De aquel experimento salió el primer estándar japonés. Décadas después, cuando la mayoría de fabricantes todavía debatía sobre materiales, Arai ya había desarrollado una espuma multietapa capaz de absorber impactos sin fracturar la calota.

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Esa obsesión por proteger al piloto nunca cambió. En los años ‘60, Arai fue el primer fabricante japonés en superar la norma Snell, creada tras la muerte del piloto estadounidense Pete Snell, cuyo casco se rompió en una carrera en 1957. Desde 1962, todos los cascos de la marca cumplen con esa certificación, más exigente que cualquier norma europea o japonesa.

Cada cinco años, la Fundación Snell endurece los requisitos. Y Arai no espera. Sus ingenieros prueban con un margen de exigencia aún mayor. En palabras del propio Yoshio Arai, citadas por Webike, “para cuando cambie el estándar, nosotros ya debemos estar listos”. En Japón bastaría con cumplir las normas PSC o JIS, pero la marca somete todos sus modelos, incluso los que exporta a países donde nadie lo exige, a los test Snell más severos.

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Las pruebas, según relata Webike, son duras de ver. Los técnicos dejan caer cascos contra bloques de acero desde tres metros de altura, una y otra vez. Se oyen golpes secos, casi violentos. Dentro, un acelerómetro mide la fuerza que recibiría una cabeza humana. En otra estación, un percutor de tres kilos con punta metálica se lanza desde lo alto para comprobar la resistencia a la penetración. “Es un proceso que no perdona errores”, dice uno de los operarios japoneses entrevistados.

Más allá de las normas, Arai añade un concepto propio: el rendimiento de deflexión. No se puede medir con cifras, pero se ve en la forma de sus cascos. Son ovalados, sin aristas, diseñados para deslizarse y desviar el impacto, no para detenerlo. Es una idea que no aparece en ningún estándar oficial, pero que, según Arai, marca la diferencia entre un golpe absorbido y uno mortal.

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Una vez superadas las pruebas, llega el paso que más caracteriza a la marca: la doble inspección completa. Webike detalla que este método nació en 1977 y sigue siendo obligatorio. Cada calota se revisa dos veces: primero en el departamento de moldeo, donde se comprueba el peso y el grosor con instrumentos calibrados al milímetro, y luego en el departamento de inspección, donde otra persona lo vuelve a revisar visualmente. Si algo no encaja, el casco se destruye. Si hay dudas, se repite todo el lote.

Esa obsesión por la homogeneidad llega al extremo de que todas las calotas, incluso las destinadas a pilotos de MotoGP, salen de las mismas líneas y pasan los mismos controles que las de un cliente cualquiera. “No existe un casco de carreras y otro de calle. Todos se fabrican con el mismo nivel de exigencia”, explica Webike.

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En las mesas de trabajo, cada operario coloca una etiqueta manuscrita en el interior del casco: su número de empleado, el día y la revisión que ha pasado. Es una firma invisible, una forma de asumir que ese casco puede acabar salvando una vida.

La escena en la fábrica de Shinto no parece de 2025. No hay pantallas ni cintas transportadoras. Solo silencio, olor a fibra y una concentración casi religiosa. En una pared cuelga un cartel amarillento que dice “El piloto se salvará”. Nadie sabe quién lo escribió, pero nadie se atreve a quitarlo.

Quizá por todo esto Arai sigue siendo tan distinta. Donde otros ven un producto, ellos ven una promesa. Donde otros confían en algoritmos, ellos siguen confiando en las manos. Cada casco que sale de su fábrica es el resultado de una mezcla de ciencia, superstición y respeto por algo tan simple (y tan difícil) como proteger una cabeza. Muy japonés.

Imágenes | Arai, Motorpasión Moto

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